Kiosco de diarios y revistas de Ayacucho y Alvear

Después de almorzar con Francis Korn, Bioy fue al puesto de diarios de Ayacucho y Alvear a buscar de otro ejemplar de Un experimento con el tiempo, para tenerlo de reserva. Entonces el canillita le dijo en que ese día era un día especial (para Bioy, no habría dudas), y tras dejar un par de silencios que Bioy no comprendía, completó la noticia diciendo que había muerto Borges, en Ginebra. “Eran mis primeros pasos en un mundo sin Borges”, fue lo primero que sintió. Y  escribe que “a pesar de verlo tan poco últimamente yo no había perdido la costumbre de pensar: ‘Tengo que contarle esto. Esto le va a gustar. Esto le va a parecer una estupidez’. Pensé: ‘Nuestra vida transcurre por corredores entre biombos. Estamos cerca unos de otros, pero incomunicados. Cuando Borges me dijo por teléfono desde Ginebra que no iba a volver y se le quebró la voz y cortó, ¿cómo no entendí que estaba pensando en su muerte? Nunca la creemos tan cercana. La verdad es que actuamos como si fuéramos inmortales. Quizá no pueda uno vivir de otra manera. Irse a morir a una ciudad lejana tal vez no sea tan inexplicable. Cuando me he sentido muy enfermo a veces deseé estar solo: como si la enfermedad y la muerte fueran vergonzosas, algo que uno quiere ocultar”.

Bioy anota todo esto en su Borges, ese libro de libros que para muchos es una de las obra maestras del siglo XXI. El libro, de 1650 páginas, puede ser leído como un diario, o como una biografía, o como la historia de una amistad no exenta de críticas, golpes bajos, envidias y burlas. Allí deja constancia de todas las veces en las que Borges cenó en su casa, de las charlas, los proyectos editoriales, las infidencias y, de algún modo, la historia de la cultura en Argentina durante cuarenta años.